San Martín, el exilio y la eternidad


Por Gustavo Restivo.

En la memoria colectiva de América, José de San Martín cabalga siempre joven, sable en mano, cruzando los Andes en un acto de audacia que bordea lo imposible. Sin embargo, la historia –esa que se escribe con tinta y carne– también nos lo muestra como un hombre que, al culminar su empresa libertadora, debió retirarse, incomprendido, hacia un exilio tan largo como su sombra. Mañana, en el aniversario de su paso a la inmortalidad, vale la pena recordar no sólo al héroe, sino al hombre que vivió sus últimos días lejos de la patria que ayudó a forjar.

La poscampaña libertadora fue para San Martín un tiempo de silencios y desencantos. Había cruzado montañas, derrotado ejércitos y liberado naciones, pero al regresar a Buenos Aires encontró un clima político enrarecido, un país desgarrado por facciones y pasiones mezquinas. Las intrigas, las suspicacias y las ambiciones personales lo cercaban. Él, que había renunciado al poder después del célebre encuentro con Bolívar en Guayaquil, prefirió no disputar el escenario a quienes se peleaban por las sobras de la gloria. Había aprendido que en política no siempre ganan los que tienen razón, sino los que saben administrar la intriga.

En 1824, con la guerra civil amenazando y sin encontrar un lugar donde servir sin ser blanco de acusaciones, San Martín tomó una decisión drástica: partir. Primero, rumbo a Montevideo; luego, a Europa. No fue una fuga cobarde, sino un acto de dignidad. No quería convertirse en caudillo de una facción ni ver su nombre usado para justificar fratricidios. El mismo hombre que había dado la independencia a medio continente decidió, en un gesto estoico, apartarse de la lucha interna y callar.

Su exilio fue, al principio, una peregrinación de incertidumbres. Pasó por Londres, por Bruselas y finalmente se instaló en París. La vida en Europa no era la de un triunfador coronado por laureles. Vivía modestamente, administrando con cuidado una pequeña pensión y los recursos que le quedaban, mientras la salud empezaba a recordarle que los años de campaña habían dejado huella. Y siempre, junto a él, su hija Mercedes, “Mercedita”, la razón más íntima de sus desvelos.

San Martín no fue un padre distante. Al contrario, en esa intimidad que pocos conocen, se entregó con ternura y disciplina a la formación de Mercedita. Le enseñaba historia, literatura, idiomas; la instruía en las virtudes del honor y la discreción. En sus cartas, conservadas con celo, se advierte un hombre preocupado por el bienestar moral e intelectual de su hija, un padre que buscaba darle herramientas para enfrentar un mundo que podía ser cruel con las mujeres.

El ostracismo, sin embargo, no significó aislamiento total. San Martín mantenía correspondencia con amigos, seguía de cerca las noticias de América y escribía reflexiones políticas que rara vez hacía públicas. Sus ojos, cada vez más enfermos, lo obligaban a leer con esfuerzo; sus manos, ya con temblor, seguían firmando cartas con la misma pulcritud de antaño. El reconocimiento internacional llegaba desde lejos: Perú, Chile y hasta gobiernos europeos lo saludaban como libertador, mientras en su propia tierra la memoria oficial todavía era tibia.

En 1848, cuando las revoluciones estallaron en París, se trasladó a Boulogne-sur-Mer, una pequeña ciudad costera de Francia, buscando calma y un aire más saludable. Allí, su rutina se volvió la de un anciano retirado: paseos cortos, lecturas, el cuidado de su jardín, las charlas con Mercedita y su yerno Mariano Balcarce. En esa sencillez encontró una paz discreta, lejos de las aclamaciones y de las batallas.

Pero el hombre que había soportado tormentas no dejó de cargar con la nostalgia. En más de una ocasión intentó regresar a Argentina. Lo frenaban no sólo sus achaques de salud, sino el temor de volver a encontrarse con el mismo clima político que lo había expulsado. En una carta confesó que prefería morir lejos antes que ver “la patria envuelta en la guerra civil” y no poder hacer nada para evitarlo.

Sus últimos días fueron de serenidad. El 17 de agosto de 1850, a las tres de la tarde, se apagó en su casa de Boulogne-sur-Mer. Tenía 72 años. Mercedita, que nunca lo abandonó, fue quien cerró sus ojos. En el silencio de esa habitación no hubo cañones ni desfiles, pero sí la certeza de una vida dedicada a una causa mayor que uno mismo.

San Martín dejó tras de sí no sólo la leyenda del Libertador, sino el ejemplo de un hombre que supo renunciar al poder para no traicionar sus principios. Su exilio no fue derrota, sino coherencia; su vejez, una lección de modestia; su paternidad, un acto de amor. Mañana, cuando el calendario recuerde su paso a la eternidad, conviene evocarlo no sólo como el titán de los Andes, sino como el padre paciente, el ciudadano íntegro y el hombre que, incluso lejos, siguió perteneciendo a la patria.

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